Publicado en dic 2, 2013 en Artículos
Pese a que la esclavitud parece una práctica social del pasado, es algo que está muy presente en el día a día de la mayoría de la gente, ya que participa de ello (a veces sin saberlo) de forma activa y pasiva.
Se participa al usar, comprar, comerciar con las vidas y libertad de otras personas(humanas o no). Dice muy poco de nuestra sociedad el que diariamente, la gran mayoría de la gente desprecie en sus pequeñas decisiones cotidianas (de forma consciente o inconsciente), los intereses de decenas de individuos.
Muchas veces, el uso de personas contra su voluntad es claro, como por ejemplo en el caso de un caballo que tira de un carro de turistas o un poni que es forzado a servir de entretenimiento para los niños en una feria. Aun así, mucha gente se sorprende de que eso sea considerado esclavitud, porque el especismo de la sociedad (que hace que los intereses de los no humanos sean menospreciados por el mero hecho de no pertenecer a la especie humana), les ha enseñado a no ver en ello algo injusto. No parecen ver que ese “inocente entretenimiento” implica privar de libertad a los no humanos, obligarles a hacer algo que no quieren hacer sin que hayan dado consentimiento para ser usados.
Algunos parecen ver algo que “les hiere la sensibilidad” y se fijan en el cómo son tratados esos esclavos (si tienen comida y agua suficiente, si no se les golpea, si tienen tienen horas de descanso…), pero no cuestionan la propia esclavitud, y de hecho la acaban justificando a través de reclamar leyes y medidas bienestaristas.
En otros casos, la esclavitud no es tan evidente -entre otros motivos por la ocultación deliberada, por el engaño publicitario, o porque los prejuicios sociales ligados al especismo, al racismo o al desprecio a lo diferente, la hacen aún más invisible. Es el caso de la esclavitud de cientos de miles de millones de personas no humanas que son consideradas como meras máquinas de producir huevos, leche, miel, lana, seda, pelo, carne, plumas, para la ciencia, etc.
Se nos vende que es lo “normal y lo natural” que “nos den” su vida y su libertad para nuestra satisfacción, y mucha gente quiere creérselo, y de hecho, tristemente se lo cree. Pero también está la esclavitud de cientos de miles de personas humanas obligadas a prostituirse, a trabajar -no por un mísero sueldo, sino de forma forzada, con amenazas y coacciones, en ciertos servicios o en la producción de productos y alimentos como, por ejemplo, el chocolate.
“El chocolate es un producto derivado del grano del cacao, que se cultiva principalmente en las regiones tropicales del África occidental y América Latina. Ghana y Costa de Marfil, dos países del África occidental, suministran el 75% del cacao que se comercializa en el mundo. En el África occidental, el cacao es un producto agrícola que se cultiva principalmente para fines de exportación. Con el crecimiento de la industria chocolatera también ha aumentado la demanda de cacao barato. Hoy en día, los productores de cacao a duras penas pueden ganarse la vida con la venta de los granos de cacao, y con frecuencia recurren al uso de la mano de obra infantil a fin de que sus precios se mantengan competitivos.
Los niños del África occidental viven sumidos en una inmensa pobreza y la mayoría de ellos comienza a trabajar a una edad muy temprana para ayudar a sus familias. Algunos niños terminan en las plantaciones de cacao porque necesitan el trabajo y porque les dicen que la paga es buena. Otros niños son “vendidos” a los traficantes o a los dueños de las plantaciones por sus propios familiares. También se ha documentado que los traficantes recurren con frecuencia al secuestro de muchachos jóvenes en pequeños poblados de países vecinos.
La esclavitud practicada en la industria del cacao implica violaciones a los derechos humanos semejantes a las que se cometen con otras formas de esclavitud en el mundo. Los gobiernos de Ghana y de Costa de Marfil carecen de los recursos necesarios para investigar y enjuiciar adecuadamente a quienes infringen las leyes internacionales sobre el trabajo.
En la actualidad, la inmensa mayoría de los niños que trabaja en las plantaciones de cacao de África occidental sufre cada día “las peores formas de trabajo infantil” (que son aquellas prácticas que “puedan dañar la salud, la seguridad o la integridad moral de los niños” e incluyen el uso de “herramientas peligrosas” y cualquier trabajo que “interfiera con la educación”).
Aparte de la masiva producción en el África occidental, una cantidad considerable de cacao se cultiva también en América Latina. Es aquí donde se origina la mayor parte del cacao orgánico. Pero los consumidores no tienen forma de saber con certeza si la mano de obra infantil o el trabajo esclavo mediaron en la producción del chocolate que compran. En la actualidad, las barras de chocolate se ofrecen con una gran variedad de etiquetas, tales como “Certificación de Comercio Justo”, sin embargo, ningún tipo de etiqueta puede garantizar que el chocolate se produjo sin la explotación de mano de obra. Los fundadores del proceso de certificación del comercio justo tuvieron que suspender en 2010 a varios de sus proveedores en el África occidental ante la evidencia de que estaban utilizando mano de obra infantil. ”(1)
Además de ésto, un comercio “justo” con algunas personas (humanas) pero que perpetua la misma injusticia que critica -la esclavitud- en otras personas (burros, vacas, bueyes, gallinas…) no puede seguir llamándose así.
Estas personas son esclavos humanos, que son comprados, vendidos, usados y despreciados como lo son los esclavos no humanos. Es la misma injusticia, con diferentes víctimas pero con similares consecuencias. Para la mayoría de la gente de los países más desarrollados, ésto queda lejos, y la empatía parece que se disuelve con la distancia y las diferencias culturales, raciales o de especie. Pero nuestra responsabilidad individual como consumidores, como personas con una ética que nos dice que esclavizar a otros no está bien, parece que se queda estancada en la teoría, nos tapamos los ojos y oídos para no querer saber del mundo y evitar nuestra responsabilidad por participar activamente usando o comprando productos que impliquen esclavizar a otros. Pero por mucho que no la queramos ver, la responsabilidad sigue estando ahí. Si queremos actuar con conciencia, no podemos mirar hacia otro lado, tenemos que actuar. Y eso implica, primero dejar de participar de la injusticia, y segundo pedir que ésta cese (informando o otros, pidiendo cambios en los agentes sociales, etc).
Todos/as tenemos unas cadenas forjadas por la sociedad en la que vivimos, y que se nos transmiten a través de las tradiciones, las diferentes formas de educación (reglada, familiar…), los medios de comunicación, etc. Estas cadenas tienen eslabones de diferentes tipos, como el del egoísmo o la empatía, el desprecio hacia lo diferente o la solidaridad, la intransigencia o la tolerancia, la valentía, la comodidad, el miedo a los cambios, el individualismo… Pero también nos creamos nuestros propios eslabones para darle un sentido al mundo. Todos ellos, unidos a otros factores, nos llevan a tener unos valores, a desarrollar unas actitudes, creencias…
Así, el eslabón del consumismo es una parte muy importante de nuestra cadena social, desde que nacemos somos consumidores de algo (productos o servicios), así que fijarnos en qué tipo de elección hacemos no es algo sin importancia. Podemos desarrollar un consumo responsable (hacia las otras personas – humanas o no- implicadas en ese producto/servicio) o un consumo egoísta (donde no importe lo que implique a otros mientras yo me beneficie). Este último está amparado por el poder de la masa, ya que todavía hoy por hoy la mayoría de humanos “se dejan llevar” (de forma inconsciente por su desconocimiento, o consciente por su egoísmo) por pensamientos del tipo “lo hace la mayoría, así que porque yo no lo haga no va a pasar nada”.
Pero somos libres de romper nuestras cadenas (las auto-forjadas y las ajenas). Es nuestra responsabilidad el seguir participando de una injusticia o el revelarnos (pacíficamente) y oponernos a ella de forma activa (mostrando nuestro rechazo, dando las razones para el cambio, informando…) y pasiva (como consumidores responsables). Podemos cambiar nuestra apatía por empatía.
Romper nuestras cadenas implica dejar atrás la comodidad de escudarnos en la mayoría, dando un paso al frente pacífico pero contundente. Es dejar de perjudicar los intereses de otras personas, es ser vegano o vegana (en el sentido más amplio de la palabra), y dejar que nuestras acciones y creencias no se fundamenten en prejuicios discriminatorios como el sexismo, racismo o especismo.
Carolina Pino Zanza
Activista de DefensAnimal.org
http://www.defensanimal.org/
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